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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

martes, 11 de enero de 2011

día 1214. Kjell Askildsen, mi gran amor, tan gélido y terrible

Los que me conocen bien, bien, saben que fui abducido por este autor desde que leí el primer relato del primer libro. Ya hablaré de la edición casi completa de sus cuentos que ha hecho Fogwill, y de rasgos de este autor. Hoy me puedo permitir, porque tiene un tamaño que se deja teclear, copiar un cuento que he leído varias veces, Askildsen puro. Cada vez que lo leo no tengo una reacción emocional, sino que me quedo como si estuviera abrigado y sentado en un paisaje de hielo azulado por la luna.


En la peluquería

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.

Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.

De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho: jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, hubiera preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y, ¿por qué hablar?, ¿quién escucha?,  y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?

Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo estaba cambiado. Solo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas les estaban afeitando o cortando el pelo, otros cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no? solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían, o: “Gatito, pobrecito, ¿estás herido?”. ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!

Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me hubiera costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.

Kjell Askildsen, Cuentos, Edición y prólogo de Fogwill. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Lengua de Trapo, colección Business Class

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