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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

martes, 15 de febrero de 2011

Día 1987. Thomas de Quincey cuenta a C. Wasianski contando los últimos días de Kant





El prólogo

Poco sabía de De Quincey, salvo que había escrito El asesinato considerado como una de las bellas artes y Confesiones de un comedor de opio inglés, títulos lo suficientemente atractivos que, unido a mi querencia por el XIX inglés, me aseguraban que algún dí los leería (los leeré). También sabía que Baudelaire había usado una traducción libre del segundo de los libros para Un comedor de opio, de su libro Los paraísos artificiales. Así como su cercanía con los poetas del grupo Lakista.

Empezar por este librillo, que encontré el otro día en una las oscuras segundas filas de la librería, es hacerlo por lo pequeño; pero también, aumentar el deseo de leer más de él. Sobre todo los dos citados al principio. Cuenta el traductor, Javier Carreras Egaña, en un interesante prólogo que denota que era un gran conocedor del asunto, varias cosas de interés sobre De Quincey.

[Como el interés de Baudelaire por el autor] ... se interesó por De Quincey, como se interesó por Poe y por tantos otros escritores considerados como malditos. ... Sin embargo, no se refiere a su malditismo cuando dice de él: «No sólo se creó la fama de uno de los espíritus más originales, más auténticamente humorísticos de la vieja Inglaterra, sino también de uno de los caracteres más afables, más característicos que han honrado la historia de las letras...». Esta afirmación, una vez que se le ha leído, no sorprende en absoluto.

Tanto esta obra, como las otras dos que la acompañan, sin incluirse en la portada. Y en referencia a que era un erudito, no hay mejo modo de verlo ilustrado en las dos páginas que aparecen escaneadas: solo un pequeño trozo pertenece a la obra, mientras el resto, en cuerpo más pequeño, pertenece a una nota, iniciada en la página anterior, sobre el idioma alemán y las razones de que mientras su antecesor, Leibnitz, lo había escrito todo en francés.

[Termina el prólogo con este párrafo] Aunque la única obra que se puede considerar estrictamente original, de las que forman este volumen, sea Juana de Arco, todas lo son por su modo particular de tratar cualquier tema y por su dominio del estilo de largos periodos, que Baudelaire calificó de «pénétrante et féminine».

La obra

Desde el principio, hay una categorización que facilita la lectura. Es fácil en ello reconocer al escritor inglés. Por ejemplo, aquí, para describir las razones del desconocimiento de la obra de Kant entre el público inglés:

...Es cierto que, sin falta de liberalidad por parte del público, las obras de Kant no se consideran, en este país, con el mismo interés que se ha acumulado sobre su nombre; esto se debe atribuir a tres causas: primera, la lengua en que están escritas esas obras; segunda, a la supuesta oscuridad de la filosofía que contienen, bien sea inalienable, bien sea debida al particular modo que Kant tiene de exponerla; tercera, a la impopularidad que tiene toda filosofía especulativa, sin importar el modo en que esté tratada, en un país donde la estructura y tendencia de la sociedad imprime sobre el total de la nación una dirección casi exclusivamente práctica.

La claridad de la exposición es total. Todo lo importante que sabe sobre el tema, lo cuenta ordenadamente. Con el mismo detalle, cita meticulosamente sus fuentes y, a continuación, él mismo se refiere al “defecto” de las obras de este tipo y las dos objeciones que se les hacen:

Esta es a grandes rasgos la vida de Kant. Pero su vida fue notable, no tanto por sus incidentes como por la pureza y dignidad filosófica de su tenor diario: de este se obtendrá la mejor referencia de las memorias de Wasianski sustentadas y verificadas por los testimonios colaterales de Jachmann, Rink, Borowski y otros.

El principal defecto de ésta y de todas las memorias de Kant es que informan muy escasamente de su conversión y opiniones. Quizá el lector esté dispuesto a quejarse de que algunas de las observaciones son demasiado minuciosas y circunstanciales, tanto como para ser, por una parte, poco dignas, y por otra, infieles. Con respecto a la primera objeción se debe constatar que las habladurías biográficas de esa clase y el escrutinio poco caballeroso en la vida privada de un hombre; si bien no son lo que un hombre de honor permitiría que se escribiese, se deben leer sin remordimiento y, cuando el asunto es la vida de un gran hombre, con provecho. En cuanto a la otra objeción, apenas sabría cómo escuchar al señor Wasianski de que se arrodillara al lado de su amigo agonizante, con el fin de registrar, con la precisión de un taquígrafo, el último latido del pulso de Kant y el quehacer de la naturaleza, esforzándose al límite de sus posibilidades, excepto al suponer que su idealizada concepción de Kant, como de un ser para todas las edades, le pareciera trascender y absorber las restricciones ordinarias de la sensibilidad humana, y que bajo esta impresión otorgó esto a su sentido del deber público, el cual, debe esperarse, habría depuesto de buen grado ante el impulso de sus emociones personales. Vamos ahora a comenzar, pero antes establezcamos que en la mayor parte es Wasianski quien habla.

Y a partir de ahí, es Wasianski, quien se convirtió en los últimos años en su hombre de confianza, “quien habla”. Es decir, es De Quincey, con esos largos períodos, “penetrantes y femeninos”, como el de la “segunda objeción”, quien organiza y escribe.

Nos entremos de la ordenada vida de Kant: era despertado a las 4:45 y a las cinco tomaba su desayuno de “una taza de té”, eufemismo que representaba varias tazas, y la única pipa de tabaco que se permitía. Pasaba a su estudio, donde leía, escribía, preparaba sus clases de la Universidad, a la que acudía para darlas cuando tenía que hacerlo. A la una, llegaban los invitados, de diversas clases sociales y edades, en número no inferior a tres ni superior a nueve, pues no podían ser menos que las Gracias ni más que las Musas, comida en la que conversaban primero del tiempo, que era un tema ligero al que Kant otorgaba un gran papel sobre la salud, y, saltándose cualquier tema local, hablaban después de la política en Europa y de todo tipo de teorías filosóficas y asuntos científicos, que un filósofo de la época debía dominar. Después, paseaba y hacía ejercicio. Al regresar, en el gabinete volvía a leer, solamente a leer, y a contemplar por la ventana la torre de una iglesia. Tanto le gustaba esto que, deprimido por unos olmos que habían crecido y le tapaban la vista, al enterarse el dueño de la tierra de que le producían ese efecto mandó talarlos por respeto al maestro. Se acostaba a las diez, envolviéndose mediante movimientos laterales en los cobertores hasta que quedaba como en un sudario, y se dormía.

El almuerzo era su única comida del día, y a él se refieren varias páginas. Tanto a la comida como a los conversaciones. Me ha resultado gracioso el que sobre todo se conversara, sacando el criado platos del que se servía solamente aquel al que ese plato le resultara atractivo.

Termina el libro con una descripción cada vez más minuciosa de los tiempos de la enfermedad, con el cambio de carácter de Kant. Detallada en los últimos días. Hasta que murió en la noche de un 12 de febrero, siendo enterrado con pompa el 28 de ese mes.


Thomas de Quincey, Los últimos días de Kant; prólogo y traducción de Javier Carreras Egaña. Colección La fontana literaria, ediciones FELMAR, Madrid 1975

2 comentarios:

  1. Oye, aquí apenas sabría cómo escuchar al señor Wasianski , debería poner excusar, ¿no?

    Qué interesante. La verdad es que el mundo está lleno de cosas interesantes.

    ¡Y miraba la torre de una iglesia! Hay que ver... ¿Cuánto le deberá la Filosofía a ese campanario?

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  2. Tienes toda la razón. Es lo que tiene teclear largos textos.

    Olvidar las novedades y hurgar en los libros de la segunda línea de las baldas de la biblioteca, abre mundos muy interesantes que yo tenía olvidados. Un simple campanario ocultado deprimió a Kant hasta el punto de que dejó de escribir.

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