Este blog

[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

jueves, 10 de febrero de 2011

Día 1988. Antología “La geometría del amor” de John Cheever. Cuentos 11_13

Si lo que digo de este relato pertenece a la introducción que de cada cuento hace Rodrigo Fresán, irá en cursiva; si es del propio cuento, en redondilla normal. Si es un comentario mío, irá al principio, en redondilla y sin sangría.


*****
El océano

Es difícil leerlo sin que la ira se vaya apoderando de uno. Ese final de olvido o memoria, de vida o muerte, te deja en un pozo.

Escrito como homenaje y forma de solidarizarse con su amigo Arthur Spear —quien acababa de perder su trabajo en la World Book Company—. “El océano” es uno de los mejores relatos de Cheever a la hora de tratar la falta de humanidad del mundo de los negocios y la caída libre de un ángel en desgracia, a la vez que funciona como una cruel radiografía de los momentos más oscuros de su matrimonio con Mary (“Mary Maldiposta” es una anotación recurrente en sus Diarios y por los días de la escritura de este relato) y su turbulenta relación con su hija Susan. Aquí, mejor que casi en ninguna parte, aparecen sus días de cafard y su perfil de bête noir y, como suele ocurrir en varios de sus cuentos, una epifanía final y acuática ofrece cierto consuelo, cierta posibilidad de redención.
De los Diarios: Mi hija dice que la mesa de nuestro comedor es un estanque lleno de tiburones. Me enojo. No soy un tiburón sino un delfín. Etc. Pero caemos en la banalidad de las situaciones familiares. Susie comete el error de no atreverse a no ser inventada por mí, reírse cuando no corresponde, decir cosas que no he escrito. ¿Significa que soy incapaz de amar o que solo puedo amarme a mí mismo?»

«[...] Mi padre era un hombre solitario, pero hay muchísimos hombres solitarios. Naturalmente, no lo dicen. ¿Quién dice la verdad? Uno se encuentra en la calle con un viejo amigo. Tiene un aspecto infernal. Uno siente miedo. El rostro gris, y se le cae el cabello y le tiemblan las manos. Y uno dice: “Charlie, Charlie, ¡qué bien se te ve!”. Y él contesta, y le tiembla todo el cuerpo: “En mi vida, jamás me sentí mejor”. Y después, cada uno sigue su camino».

*****
El nadador

Ciertamente, la película no le hizo favor alguno al relato. Cuando acabas de leerlo, con ese final que en cierta manera se asemeja al del relato anterior, te preguntas a ti mismo qué parte de tu oscuridad habrá resonado con la del personaje. El final, que copio, es grandioso, pero un poco spoiler para los que no gustan de conocerlo de antemano. En ese caso, la responsabilidad de no abstenerse pasa al lector. Anoto también algo que se encuentra en muchos de sus cuentos la atracción el uso de las interrogaciones en frases que se podrían haber expresado con afirmaciones y un matiz de posibilidad.

“El nadador” es, quizá, el relato más conocido de John Cheever.
Una extraña película dirigida por Frank Perry y protagonizada por Burt Lancaster (en una de las escenas, si se presta atención, puede observarse a John Cheever, cóctel en mano, junto a una de las piscinas) no le ha hecho ninguna justicia a este cuento aparentemente sencillo en su forma pero más que complejo en sus intenciones, [...] Es,, junto a “El marido rural”, el intento más exitoso del autor a la hora de trasladar motivos antiguos y mitológicos al territorio del suburbio, a la vez que está plagado de ecos de otros textos. [...] Pero también recuerda esas tramas que logran concentrar una vida entera en, apenas, un día o un instante, y lo que en principio parece una despiadada y realista fotografía comienza a revelarse como un paisaje que termina bordeando lo fantástico.
A la hora de referirse a “El nadador”, Cheever —quien escribía sus cuentos en dos o tres días— siempre insistió en las dificultades de su escritura. Dos meses de trabajo constante y “ciento cincuenta páginas de notas para quince páginas de cuento”. La idea original era una sencilla fábula alrededor del tema de Narciso. Pero, enseguida, le pareció absurdo limitar la trama a una simple variación contemporánea del mito. Así que permitió que el trágico Neddy Merril nadara libre «por un inmenso número de piscinas —¡treinta!— y algo comenzó a vivir. Frío y silencio. Comenzaba el invierno. A pesar de todo. Fue una experiencia terrible escribir ese cuento. Es decir, estoy orgulloso de haberlo hecho pero el resultado fue que no solo el Yo Narrador sino también el Yo John Cheever se convirtieron en parte de ese invierno. Tardé mucho tiempo. Tardé mucho tiempo en poder volver a escribir otro cuento.» [...] “El nadador”, está claro es el invierno del descontento de Cheever.

«El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.

*****
El mundo de las manzanas
El último párrafo, sobre la literatura, sacado de los Diarios, aunque muy conocido merece siempre la pena releerlo.

Considerado —con cierta justicia— el relato más representativo del último período de Cheever [...], “El mundo de las manzanas revisita temas típicos de la ficción de Cheever, pero en un contexto diferente. Aquí están, otra vez, la polaridad aparentemente irreconciliable entre carne y espíritu, la lucha entre la memoria y el olvido, los dos rostros de la naturaleza como fuerza primordial. Pero también se ofrece un manifiesto personal y una summa estética de toda una carrera luchando contra las limitaciones del lenguaje en la piel del expatriado Asa Bascomb —un poeta à las Robert Frost a la vez que transparente alter ego de Cheever— quien, por una rara vez, se decide a presentarnos a un animal literario puro (y no a un publicista o a un guionista de televisión) como protagonista y héroe. Como muchas de las historias de Cheever, ésta concluye con una suerte de epifanía bautismal del hombre para sólo así producir una transfiguración de todo lo que le rodea.
Una de las últimas anotaciones en sus Diarios dice: «Voy a escribir lo último que tengo que decir, y creo que lo hago pensando en el éxodo, En mi discurso del 27 diré que no poseemos más conciencia que la literatura que ; que su función como conciencia es informarnos de nuestra incapacidad de aprehender el horrendo peligro de la fuerza nuclear. La literatura ha sido la salvación de los condenados; la literatura, la literatura ha inspirado y guiado a los amantes, vencido a la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo».

John Cheever, La geometría del amor, antologado y comentado por Rodrigo Fresán; traducción de Aníbal Leal. Colección Lingua Franca, Emecé.

No hay comentarios:

Publicar un comentario